El cuento libre de Jesús Peris Llorca nos lleva a una noche de San José en que la capa del espacio tiempo parece revelar de pronto su textura y sus pliegues.
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A Martí y Rosa
“...antes de envolvernos en
la capa de espacio tiempo de Einstein, Valencia, 1918, 1919, 1920, 1921...”
Max Aub: “La falla”
Lo que voy a contaros acaba de
suceder. Hace apenas media hora que he subido de la calle, si es que eso –hace
media hora- todavía significa algo. Aún puede escucharse a la gente que vuelve
a casa o que se resiste a acabar la fiesta. Mientras escribo, suena un petardo.
Algún adolescente apura la noche de San José. En la plaza del Ángel posiblemente
todavía estén humeando los restos de la falla de este –de cualquier- año.
Necesito escribir lo que ha pasado
antes de que el sueño lo torne más confuso, antes de que dude de que ha sido
verdad, tan real como estas palabras que ahora, mientras la ciudad retorna
lentamente a su ser cotidiano, febrilmente escribo.
Para que podáis entenderme, necesito
hablaros antes de otra noche de San José de hoy hace –si es que esas palabras
aún conservan algún sentido- veintinueve años. Yo era un niño entonces. Entonces. Y pasaba las fallas en una casa del Barrio
del Carmen, en la calle Mare Vella, donde había vivido mi abuela hasta que sus
piernas –las “dichosas piernas”, decía ella, con amarga ironía- la obligaran a
venir a vivir con nosotros. La casa permanecía entonces cerrada, con apenas
muebles, cultivando pacientemente una película de polvo que cada año había que
despejar para devolverle a las cosas su color. Los periódicos abandonados que
después servían para tareas humildes y domésticas, llevaban siempre una fecha
del mes de marzo.
Por eso, siempre eran fallas en casa
de mi abuela. Recuerdo una escena que tal vez es una, o tal vez es una especie
de síntesis de muchas. O tal vez es la misma repetida una y otra vez. Ahora sé
exactamente qué quiero decir con esto. Estamos comiendo en la cocina –los
ladrillos de barro rojizo, el marco de la ventana pintado de verde, el
fregadero de granito, la mesa de madera, las sillas con el asiento de paja.
Suena entonces una mascletà –mi padre siempre las llamaba “disparà”. El sonido
de la pólvora explotando entra por la ventana. “Esa es la del Portal de
Valldigna”, dice mi madre. Poco después otra cadena de estallidos parece llegar
desde el comedor. “Ahora es la Plaza de Santa Cruz”. O “Què animals que són.
Enguany ja és massa”, o cualquier otro comentario habitual, repetido siempre, y
siempre con la misma convicción, como si obedeciera a una constatación
repentina y sorprendente. Y la fiesta se nos cuela por todas las partes de la
casa. Y soy feliz, sin saberlo. Soy feliz, sencillamente. Entonces.
Pero os estaba hablando de aquella
noche de San José. Me veo caminando de la mano de mi padre hacia la plaza del
Ángel. Yo tiro de él, para ser exactos. Me ha costado mucho convencerle de que
vayamos a ver la cremà. He tenido que portarme bien persistentemente y de
manera sostenida durante todos los días de fallas, no pedir que me compraran
cosas, ni protestar cuando fuimos a visitar a aquella anciana amiga de mi madre
que visitamos cada año, que nos invitaba a buñuelos, pero que prolongaba la
visita durante horas, privándome de tiempo de estar en la calle, de ver fallas,
se sentir el mes de marzo en Valencia desbordando mis ojos muy abiertos. Y, esa
misma noche, había debido insistir infatigable, recordar con tenacidad pero sin
enrabietarme las promesas que me habían hecho, y que mi parte del trato estaba
cumplida, para vencer la resistencia, especialmente de mi madre. “Eres
demasiado pequeño para trasnochar tanto”. “Ya has visto quemar la falla
infantil”. O el argumento más humillante de todos: “te vas a constipar”. O,
aquella sentencia inapelable: “Tienes toda la vida para ver quemar fallas
grandes. Tienes tiempo de hartarte”. Y en eso se equivocaba, porque todas las cremàs del futuro para mí iban a ser
pálidos reflejos de aquella, arquetipo original e irrecuperable. O eso he
pensado durante todo este tiempo.
Lo cierto es que después de una
guardia atenta en la ventana, una pequeña interrupción en mi vigilia me privó
de ver el momento exacto en el que llegaban los bomberos. Cuando volví a asomarme,
la plaza Beneyto y Coll estaba atravesada por una manguera. La cremà era inminente. Por eso íbamos los
dos, atravesando la plaza de Los Navarros apresuradamente, con mi padre
tironeado por mí, ansioso por doblar la esquina y comprobar que la falla –cuyo
remate era una estatua de la libertad mostrando provocativamente su pierna
desnuda, algo sobre la diferencia entre libertad y libertinaje, un juego de
palabras muy de aquellos años, que a mi madre le hacía mucha gracia, que yo no
entendía y que hoy sé irremediablemente reaccionario- estaba todavía intacta,
esperando la destrucción.
Al doblar la esquina, comprobé con
alivio que allí seguía, tan grotesca como siempre y, sin embargo, para mí
imponente y altísima. Los falleros estaban todavía en torno a la falla,
ultimando los preparativos, haciendo agujeros en el gran cuerpo central de
cartón piedra, rociando con gasolina la falla por aquellos lugares donde debía
prender con fuerza. La gente esperaba en torno. Creo recordar que cantaban
algo, pero yo no los escuchaba porque estaba mirando con ansiedad los ninots,
con sus posturas imposibles y sus bocas abiertas, despidiéndome de ellos,
saboreando cada segundo de aquel evento adulto tantas veces postergado para mí:
Haciendo algo que después repetiría tantas veces, demorándome, recreándome, en
las postrimerías, en la inminencia de la destrucción.
Fue entonces cuando tuve aquella
conversación inolvidable. Yo reparé en la saña con que los falleros agujereaban
el monumento. Me pareció incomprensible que no compartieran mi pena,
especialmente ellos, siendo como eran falleros. Los huecos, negros y enormes,
eran mucho mayores que los de la falla infantil, y me parecían desfigurar aquel
monumento que había visto tantas veces y que condensaba para mí ese tiempo
diferente, en que la vida –ahora tengo las palabras para nombrarlo- se tornaba
ligera y radiante. En que la luz de marzo era exactamente la tonalidad del
tiempo y de la experiencia. Y por eso, tuve que preguntarle a mi padre:
-¿Papá, por qué le hacen tantos
agujeros a la falla?
-Para que el fuego pueda respirar.
En ese preciso instante, el hombre
aquel se volvió a mirarnos. Yo no había reparado en él antes, cuando solo tenía
ojos para los muñecos. Sin embargo, estaba muy cercano a nosotros, y se volvió de
golpe al escuchar mi pregunta.
-¿Que el fuego respira, como las
personas?
-Claro. Si no hubiera agujeros, no
entraría aire, y el fuego se ahogaría.
-Pues ojalá se ahogara y no pudieran
quemar la falla.
Me callé porque reparé en la mirada
del hombre. No sé qué edad tendría –en realidad ahora sí lo sé, con una
exactitud que me da escalofríos. Pero entonces todos los adultos eran iguales.
Lo recuerdo como de cincuenta años. Pero evidentemente tenía menos, a pesar de
las canas que convertían en blancas sus patillas, a pesar de la calvicie
inminente que no recordaba, pero que ahora puedo ver con nitidez también en mi
memoria. Y nos miraba fijamente detrás
de sus gafas de pasta negras con una expresión que entonces me asustó –eso sí
lo he recordado todo este tiempo- y que al volver a pensar en ello durante los
años transcurridos, al recordar aquella noche durante todas las otras noches de
San José que le siguieron, recordé alternativamente como de miedo, como de
sorpresa, como de ansiosa curiosidad, como de avidez, como de ternura, como de
alguien que parece haber comprendido algo de pronto, cuando ya nunca lo pensaba
saber. Hoy es evidente que eran todas esas cosas juntas, y aun otras que
entonces no podía comprender.
Mi padre no había reparado en él, y
estaba a punto de señalárselo, y de decirle que me asustaba, cuando la traca
retumbó en toda la plaza. Después, se encendieron las bengalas, y nos llenaron
de luz y de humo blanco, tras el que se podían adivinar las llamas prendiendo
las bases del monumento, y otra columna de humo, denso, saliendo con fuerza por
aquellos agujeros que dejaban respirar al fuego, al parecer a grandes
bocanadas, porque al poco emergió por encima del pedestal de aquella libertad
degradada y barrial y la cubrió con sus llamas. El espectáculo magnífico del
fin de la fiesta reclamaba toda mi atención, y no volví a reparar en el hombre
hasta que mis ojos tropezaron por azar con los suyos mientras el remate se
desplomaba con un ruido sordo, opaco, entre los aplausos de los espectadores.
Inquieto, comprendí que no había dejado de mirarnos ni un segundo. Apreté la
mano de mi padre, y sentí su piel rugosa y protectora respondiendo al contacto.
Después, vino el regreso a casa,
donde esperaba mi madre con inquietud. Esa noche me costó dormirme, pero
después me hundí en un sueño profundo. Cuando desperté, al día siguiente, ya no
quedaban restos de la fiesta. Las calles estaban inquietantemente silenciosas.
Sólo las banderitas en la calle quedaban como un testimonio anacrónico y triste
de que no lo había soñado todo, de que allí fue la alegría, allí el ruido, allí
mis ojos repletos. Después, casi sin darnos cuenta, o sin darnos cuenta en
absoluto, nos fundimos en el continuo espacio tiempo, que nos arrastró y pasó
sobre nuestras cabezas como una enorme ola.
Las fallas del año siguiente fueron
muy diferentes, porque mi padre había muerto en julio. Asistí a la cremá con mi madre, y de alguna oscura
manera comprendí que aquella era la primera cremá
de un tiempo nuevo, y que a partir de entonces todas las noches de San José
remitirían a aquella otra irrecuperable en la que la estatua de la libertad –o
del libertinaje- ardió en la Plaza del Ángel mientras yo apretaba la mano de mi
padre. 1983, 1984, 1985, 1986… En uno de
esos años murió mi abuela. En otro mi madre vendió su piso de la calle Mare
Vella. En otro momento de ese continuo que ahora me parece confuso,
indiscernible, que me arroja de pronto a este presente como a una playa
desierta, en una madrugada que los calendarios llamaban noviembre de 1996, fue
mi madre quien, suavemente, murió.
Y así hasta esta noche, hasta hace
apenas media hora. Como todos los años de un tiempo a esta parte, había
decidido vagamente que no bajaría a ver quemar la falla. Que tenía mucho
trabajo, y que al final las fallas ya no eran lo mismo, y que no valía la pena
salir a las calles atestadas de gente. Como todos los años, finalmente, cuando
me entraba por el balcón el rumor de esta noche que parece, de pronto, ser
siempre la misma, apenas al escuchar las tracas que anunciaban las cremás de las fallas infantiles, salí a
la calle, y, comencé a vagar por la ciudad, silencioso, absorto, entre la
multitud bulliciosa o desorientada. Y, como todos los años, acabé por dirigir
mis pasos hacia la Plaza Beneyto y Coll. Di un rodeo para poder llegar desde la
calle Mare Vella. Me detuve ante la puerta de la que fue la casa de mi abuela,
tan diferente hoy, después de una reforma integral. Miré el balcón, imaginando
en la penumbra del interior el rostro de un niño que escruta ansioso la calle
tratando de adivinar la llegada de los bomberos, la inminencia del fuego.
Después, repetí aquel recorrido: la
Plaza de los Navarros, que serpetenta en zigzag y después, la placita del
Ángel, con menos edificios que tantos años atrás, con huecos oscuros como los
que hacían los falleros año tras año inmisericordemente en el monumento, con la
torre entrevista de lo que fue la muralla árabe, con el solar vacío donde
estuvo durante mucho tiempo la Posada del Ángel. Con las luces del decadente,
del entrañable, Bar Arandinos, testigo de tiempos mejores, esperando, como
tantas otras cosas en aquel viejo barrio, la resurrección.
Una vez más, llegaba a tiempo. Me
confundí entre los vecinos y falleros que esperaban la cremá. Como cada año, melancólicamente, me dispuse a asistir a los
preparativos del incendio, a aquellos gestos que repetían los de aquella noche
original, la del principio del tiempo, sin llegar nunca a ser ellos, como
imitaciones teatrales, levemente afectadas, de aquella única vez en que las
cosas eran naturalmente ellas mismas.
Y entonces lo escuché. Y en aquel
momento, como una revelación que había estado esperando durante casi treinta
años, lo entendí todo y las cosas recuperaron para mí su primigenia nitidez,
aunque yo estuviera desplazado en ellas. Una voz de niño –tendría como nueve
años, el pelo negro, gafas con montura de metal, jersey de punto- le preguntaba
al adulto que le acompañaba, un poco demasiado viejo, pero, evidentemente, su
padre. Sólo podía ser su padre.
-¿Papá, por qué le hacen tantos
agujeros a la falla?
Fue exactamente así. Me volví hacia
ellos de golpe, sintiendo una punzada en el estómago, sintiendo un escalofrío
fugaz.
-Para que el fuego pueda respirar
–fue la previsible respuesta del padre. Y entonces noté que el niño reparaba en
mi presencia. Me vi mirándole, sentí mis canas, y mis propias gafas, miré –cómo
explicarlo- mis canas, mis gafas, la expresión de mis ojos, desde fuera. Y miré
al niño, fijamente, con miedo, con sorpresa, con ansiosa curiosidad, con
avidez, con ternura, como alguien que parece haber comprendido algo de pronto,
cuando ya nunca lo pensaba saber. Lo miré como aquel que siente el espesor del
tiempo, su peso sobre las espaldas, como aquel que percibe tan cercano, tan
inmediato, lo que hace tantos años fue, lo que se perdió para siempre, con su
fulgor intacto, porque pasa todo el tiempo alrededor, pero ya sin nosotros. Y,
conmovido, emocionado, casi pude repetir en un susurro, para mí mismo, la
conversación que, claramente, y ya sin sobresalto, pude escuchar entre ellos.
-¿Que el fuego respira, como las
personas?
-Claro. Si no hubiera agujeros, no
entraría aire, y el fuego se ahogaría.
-Pues ojalá se ahogara y no pudieran
quemar la falla.
El niño no podía apartar de mí los
ojos, pero súbitamente, el estallido de la traca reclamó su atención. Yo seguí
mirándole, y sólo vi las llamaradas que cubrieron el remate de la falla a
través del brillo de sus ojos, a través del color de sus mejillas. Durante un
momento, mientras la falla ardía, miré las llamas multiplicarse en una hilera
infinita, como en un espejo que refleja otro espejo, y vi al niño y a su padre
también multiplicados, y me vi a mí mismo mirándoles en cada repetición y vi su
estupor futuro, y entendí la mirada del hombre de hacía treinta años, y supe exactamente
cuál era su edad y cómo se había sentido.
Cuando el monumento se derrumbó, el
niño se dio cuenta de que yo había estado mirándolo todo el tiempo, y noté
–adiviné el tacto rugoso, protector- cómo apretaba la mano de su padre que,
inmediatamente, respondió al contacto. Después, inmóvil, los miré alejarse, y
doblar la esquina.
El niño, así era en el recuerdo, no
se volvió a mirarme. Si lo hubiera hecho, tampoco hubiera podido comprender
todavía, abismado en su tiempo perfecto, ignorante de que estaba viviendo un
falso original, al que habría de querer volver una y otra vez durante cada
noche de San José del futuro, hasta que de pronto, un día, sin saber muy bien
cómo había llegado hasta allí, se encontrara a sí mismo, con su canas, con sus
gafas, con su soledad, con su cansancio, de pie, en medio de la plaza en la
que, otra vez, acaba de terminar la fiesta, mirando perderse tras la esquina a
un niño, que aún no lo sabe pero ha visto la última cremá de la mano de su padre.
Jesús Peris Llorca 2012
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